Querido hijo:
Se que no me recuerdas, que aún en tus sueños sólo soy una sombra que te manifiesta un amor anhelado. Hoy, sentada sola en esta mesa, deseo con fervor decirte estas palabras que las circunstancias de la vida me arrebatan. Así pues te escribo. Respiro. Empiezo.
Hijo mío, antes de que tu llegaras a este mundo, antes de sentir el sabor de la maternidad, mi vida era como la de cualquier muchacha de clase media. Avanzados ya mis estudios de secundaria me enamoré perdidamente de él, del que sería tu padre, y a quién no quiero nombrar. Mi entorno estaba lleno de olores dulces, grandes sonrisas, son de jazz y las perspectivas de un futuro próspero se cernían sobre el libro de mi vida. Diecisiete años tenía cuando él y yo decidimos formalizar la relación. Mis padres, tus abuelos, por ser hija única me llenaron de caprichos y siempre le vieron con buenos ojos pues miraban a través de los míos. Siendo objetiva he de decir que era un gran partido para una chica que como yo, no tenía nada oscuro ni malo de lo que huir. Era apuesto, buen estudiante, trabajador, romántico, ahorrador, ambicioso… Su familia lo apoyaba en todo, y como mis padres con él, los suyos también me querían.
Mi mundo colorido en el que yo llevaba la voz cantante se tornaba silencioso y gris según pasaban los meses. Recreándome en el pasado, vestía como quería, era extrovertida, independiente, idealista, soñadora, era yo y yo con el resto, pero ante todo mi voz y mi persona. El silencio en el que me sumergí me abrumaba pero era compensado con el amor que tu padre me profesaba, y por ende, me hundí.
Tras decir “si quiero” pasados tres años a su lado, en el que pensé que sería el día más bonito de mi vida, la voz imperante de tu padre subió tonos en la escala. Su admiración se transformó en envidia y su ilusión en temor. Hábilmente fue alejándome de mi círculo para adentrarme en el suyo hasta el punto en el que mi vida sin él quedaba vacía. Mis padres, comprensivos y felices por nuestro amor entendieron que quisiéramos llevar nuestro matrimonio lejos del pueblo. La proposición (orden) de vivir con sus padres en la Villa se precipitó y de la noche a la mañana me vi sin mí. Un títere con mi rostro viajó kilómetros de copiloto a una vida que no elegí, y sí lo hice, no miré cegada de amor, la letra pequeña.
Hijo de mi alma, no me exculpo de nada que aquí manifiesto, pero he de decirte que deje de ser, y que la que soy ahora, nunca la conociste. Lloro. Parpadeo. Continúo.
Los primeros meses en la Villa fueron desconcertantes y llenos de movimiento. Necesitaba encajar piezas, organizar una nueva etapa. Mi suegra, tu abuela, me ayudó siempre que pudo para hacerme sentir bien, bajo el mando de su hijo, mi protector. Para entonces la idea de opositar para un puesto en la Enseñanza Pública había desaparecido de mi mente. ¿Por qué trabajar ya? Yo puedo mantenerte mi vida. ¿Por qué no sigues estudiando? ¿Arte quizás? Siempre te gustó.- me aconsejaba en la mesa a la hora de cenar. Sí, hija, tiene razón.- espetaba mi suegra.- Aquí además necesito ayuda, no querrás que me sienta sola. A mí tras tanta hospitalidad las palabras se me ahogaban en la garganta. La mirada inquisidora de los tres miembros de la mesa me cohibía y después de dos noches, y dos “tengo que pensarlo” le di la razón a mi marido. Él, tan inteligente que es, solo desea lo mejor para mi, y como sabe lo que me gusta… no puede equivocarse.- pensé durante las noches de aquel mes.
Se sucedieron más concesiones y lágrimas. Lo peor de todo esto, hijo, era que yo actuaba creyendo que tenían razón, que si todos opinaban igual, ¿porque ser la última en discordia? Mis padres dejaron de llamarme y hasta más adelante no supe porqué. De momento te diré que tu padre me daba fuerzas para no contactar con ellos. Me decía que si tanto dolor me causaban sus silencios porqué insistir...
Sola me quedé entre cuatro paredes. Acabé los estudios de arte y él acabo con mis ilusiones. Era mi razón de vivir pues sin él no tenía ningún amparo, al fin y al cabo, sus padres eran humildes fotocopias de su ser. El fatídico día que le propuse ir a la Conferencia sobre educación en la infancia, discutimos. Me gritó. Me pegó. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cuando desperté ya no estaba allí. Y desde ese día no volví a hablarle de sueños, no volví a halarle de mí.
Nuestro amor decreció a medida que mi dependencia aumentaba. Mis esfuerzos por hacerle cambiar eran en vano, y no para mi cuerpo, reflejo de su ira.
Tu llegada fue un milagro para mi, hijo mío. Cinco años llevaba en esa Villa, sin salir, el día que conocí tu existencia. Me reservé ese disfrute durante una semana, sabiendo que por primera vez en todo este tiempo no estaba sola. Te quise desde el momento que te intuí, no lo olvides nunca.
Llegado el inevitable momento, tras tres caladas temblorosas a un cigarrillo que nunca debí encender, llamé a tu padre a la habitación. Entró sorprendido. Sonrió. Siempre sonreía. Se sentó en la cama y me miró. ¿Qué quieres? Apagué el cigarrillo lentamente y le dije llanamente el estado en el que me encontraba. Temblé y lo notó. Se levantó y sin duda esa vez, sí lo notó. Me abrazó y vi una lágrima caer de sus hermosos ojos. ¡Por fin!- Pensé.- Sabía que cambiaría tarde o temprano. Me besó e hicimos el amor, como años atrás, sin miedos.
Siento detallarte cosas que a lo mejor preferirías no oír pero hijo, necesito sincerarme contigo, y esto último que te digo será lo más bonito de la misiva.
Él me trato cual flor, la más delicada de todas, y si antes no salía ahora ni podía moverme. Su amor por ti se convirtió en una obsesión. Antes de que adquirieras forma humana ya tenías miles de regalos esperando a que los usaras.
Siete meses después de la buena nueva quisiste salir de mí. Imagino que te transmití ese pánico que cogí a los sitios pequeños. Te alumbré en mi cama, y sin tocarte fuiste directo a una incubadora donde una enfermera se encargó que no te faltara nada. Él contrató tras ella a una cuidadora que te alimentaría en mi lugar. Cuándo recuperé las fuerzas y tú las tuyas, él ya no quiso que te criara yo pues a esas alturas sería un mal cambio para ti.- dijo.
La casa era muy grande y el ama junto a ti, os situasteis contra mi deseo en la otra ala. Lo más preciado, mi sueño de tenerte y que cubrieras de amor mi soledad se esfumó como lo que fue, una vaga visión. Criadoras, educadoras, médicos… te hacías mayor de la mano de los mejores especialistas y bajo los ojos brillantes de orgullo de tu padre. Mis ojos brillaban con los suyos, de la pena en la que me ahogaba.
Con diez añitos, mi vida, te marchaste. Él arregló lo conveniente para que sin mi autorización fueras a un colegio interno. Lloré. Noche tras noche. Esa etapa, en la que me notificaron la muerte de mi padre y la de madre pocos meses después, junto con tu partida, es la que recuerdo más gris y por la que ahora te borró letras, que mis lágrimas se las llevan en forma de ríos de tinta.
Perdí peso, perdí fuerza, psicológicamente anulada y conformista con lo que me tocaba vivir me encerré en un interior oscuro. Mi apariencia se deterioró por la falta de felicidad, energía, alimento y Sol.
En tres años te vi tres veces, y traías con tu amor distante ilusión a mi penumbra. La tercera de las ocasiones, tras tu partida y en consecuencia mi encierro, vi algo de color ahí oculto en mi corazón.
Debe ser eso hijito lo que me ayudo a salir de allí. Y todo gracias a ti. Un mes de preparación me llevó organizar lo necesario para huir.
Un 5 de octubre, mientras él estaba en el trabajo y tu abuela convaleciente descansaba en la cama, un taxi me llevó al aeropuerto. Una vez en el avión respiré, y sonreí. Mi único objetivo era volver a ser yo. Lo demás también, pero yo ante todo y ante nadie. Toqué suelo extranjero y en una comisaría conté resumido esto que aquí te explico.
Nuevo nombre. Nueva vida. Todo gracias a ti. Tu padre aún no sabe cual es mi paradero, al igual que no se cual sería su reacción al no encontrarme a su regreso, pero tampoco me importa. Solo me quedas tú, que en tus dieciséis años de vida aún no marchaste un segundo de mi mente…
Empecé esta etapa en un humilde piso y pronto ejercí la enseñanza, donde me rodeé de niños y sonrisas. Ahora me mudé a un piso más grande y céntrico, y mis miedos han desaparecido. Tengo fuerzas para gritar, fuerzas para escribir, y decirte toda la verdad. Se que es tarde y que probablemente no me quieras oír, pero la necesidad de explicarte los motivos de mi partida es algo con lo que no puedo vivir más. Sueño que vienes aquí conmigo y duermes bajo mi techo, todos los días. No sé que aspecto tendrás ya, serás todo un hombrecito guapo y alto, además de inteligente.
Lejos de imaginar tu respuesta, te deseo hijo mío que seas muy feliz y que hagas feliz a los demás. Que seas una buena persona con grandes aspiraciones pero dentro de la tolerancia y el respeto. A veces es preferible vivir peor haciendo felices a los que te rodean. Pues ellos son una parte de ti muy importante, sus decisiones serán tu referencia, y tienes que encontrar ese límite para no caer en mi error. No dejes que te hagan y crece siendo tu mismo.
Ahora sonrío porque te hablo como si tuvieras ocho años y eres prácticamente un adulto. No puedo negar nada de lo que ocurrió, solo quiero aceptarlo, que decidas en función de lo que sabes. Y por encima de todo, que aquí tienes siempre a tu madre que te quiere… por encima de cualquier cosa.
No se como decirte adiós, pero he de hacerlo aquí y ahora, la mano me tiembla y no quiero estropear el final de la carta. Una última lágrima. Paro. Suspiro.
Te quiero
Mi llanto no cesa tras esta lectura en alto de una carta que nunca llegó, que un día regreso para mi sorpresa, la única del montón de la que yo era remitente.
- ¿Y dices que te han confirmado su fallecimiento?
Asentí ya con leves sollozos.
- Entiendo… lo lamento muchísimo.
El silencio por lo pronto resulta cómodo y cuando decide romperlo creo que es hora de afrontar los hechos.
- ¿Prefieres suspender la sesión? O tal vez, quieras que hablemos, y demos explicaciones coherentes a esto de lo que te aseguro, no tienes culpa.
Un largo silencio.
- Hablemos de ello, es el momento.
Gracias a todo el que haya llegado hasta aquí abajo.
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