Todos tenemos...

Todos tenemos un lugar al que ir cuando necesitamos estar a oscuras y solos, para intentar, por antagónico que parezca, dejar la mente en blanco. Ese lugar en el que después de unos minutos decides encender una vela, una lámpara o simplemente subir las persianas para recibir a la Luna o el Sol y dejar fluir los pensamientos, quién se moleste en hacerles algo de caso, que siempre lo merecen.

Todos tenemos momentos paradójicos en los que no hacemos lo que queremos, no ocurre lo que planeamos, no nos sentimos como creemos, creemos enfrentarnos a cosas que en realidad esquivamos, decimos tener sueños por los que en realidad no luchamos… Si no existieran estas paradojas, no apreciaríamos el sentirnos bien cuando nos abandonan, es decir, cuando actuamos con coherencia y ésta, nos abruma y satisface.

Todos tenemos que esquivar voces y sustituirlas por canciones, sufrir por amor para volver a enamorarnos, recoger para desordenar y volver a recoger, caernos para levantar, poner un árbol de Navidad con ilusión, y con todo ello, volverlo a quitar. ¿Tendremos que ser conscientes de morir… para vivir? Quizá en este punto, no debamos ir tan lejos y basta con una simple aproximación.

Todos tenemos una canción, que un desconocido creó, y que te llega al alma como si de ella hubieran brotado las notas y las palabras. Canciones que no crecen, no cambian… nacen para estancarse en el tiempo. Sonidos que te transportan cuando necesitas escapar y coger el “tren de cercanías” no es suficiente. Cuando solo el “tren de los momentos” tiene un lugar entre tú y tu contexto.

Todos tenemos… algo común que nos diferencia. Momentos que en esencia, nos unen, y en la apariencia, nos separan. Estadísticas, generalidades y sacos de los que huimos, y que a su vez necesitamos para no sentirnos tan solos. Somos únicos, somos especiales, tan diferentes como iguales. Hablo de todos y abarco egoístamente, pues en mi “todos” somos sólo “uno”: yo y mi percepción de la vida.